sábado, 6 de febrero de 2010

Ana Lydia Vega: Visita de médico..




ANA LYDIA VEGA
02-Febrero-2010 | ANA LYDIA VEGA

ESCRITORA


Visita de médico

Fueron cuatro días, cuatro largos días que salvaron vidas y mataron reputaciones. En un abrir y cerrar de ojos, la delegación enviada en misión humanitaria a Jimaní por el Senado de Puerto Rico cayó del heroísmo a la villanía.

Condenar de plano a sus integrantes es demasiado fácil. Nadie puede escatimarles mérito a quienes pusieron su ciencia al servicio de las víctimas del terremoto haitiano. Crearon de la nada un hospital, lo dotaron de materiales y medicamentos, repararon fracturas, curaron heridas, cortaron por lo sano para detener el avance fatal de la gangrena. En horario extendido y sin remuneración, cambiaron sueño por empeño y fatiga por iniciativa.

¿Cómo pudo una historia tan luminosa tener un desenlace tan nebuloso? ¿De qué manera la saga de solidaridad dio paso al álbum de una juerga de blanquitos en excursión tercermundista? Las razones, si es que las hay, sólo las conocen los concernidos. Pero las justificaciones que han manejado hasta ahora no son convincentes.

Echarle la culpa al revanchismo pasional de una periodista luce como una excusa bastante patética. Lo reprochable no es que se haya denunciado la publicación de las fotos sino que se hayan protagonizado, retratado y divulgado escenas perturbadoras. Y alegar que se quería documentar visualmente la experiencia con propósitos pedagógicos no es respuesta creíble. En ese caso, el contenido y el enfoque de las fotos tendrían que haber sido muy diferentes.

Hay que pisar el terreno movedizo de la especulación para intentar reconstruir el contexto de los actos. Antes que nada, recordar lo difícil que resulta todo proceso de adaptación a circunstancias hostiles. Luego, tratar de calibrar la angustia y la tensión que de seguro provocó ese viaje relámpago a las entrañas del horror. La súbita transición de un universo cómodo y familiar a un infierno de carencia y sufrimiento tuvo que producir algún grado de turbulencia emocional en el más curtido de los cirujanos.

La conciencia aguda de la fragilidad humana pone los nervios de punta y las inseguridades a flor de piel. Abundan los cuentos de las bromas morbosas practicadas por estudiantes de medicina mientras disecan cadáveres. El hueso deslizado en el bolsillo del compañero delata a la vez un travieso reflejo vital y una profunda turbación en presencia de la muerte. Es el humor negro de los sepultureros: un mecanismo para desbancar al miedo.

Imposible subestimar el carácter impenitentemente festivo de los puertorriqueños, el eterno y, en ocasiones, irritante vacilón boricua. Eso podría explicar la imprudencia de una celebración tan a destiempo. Pero no basta para eximir de responsabilidad al pequeño grupo que se atrevió a convertir en material de show la desgracia ajena.

Bueno, tampoco fue el despliegue sádico de la cárcel de Abu Ghraib. Más que malicia, las fotos demuestran una inmadurez galopante y una pasmosa ausencia de recato profesional. Dados los extraordinarios logros conseguidos, la sed de lucimiento hubiera sido comprensible si no se hubiera manifestado de forma tan impropia.

Falta por mencionar un factor esencial del escándalo: el síndrome Facebook. El lente impúdico de la cámara no se conformó con la intimidad de la mirada. Las imágenes de pacientes desvestidos, ataúdes abiertos y doctores jugando a los soldados pedían a gritos exposición masiva. Para los adictos al exhibicionismo on-line, las vivencias sólo cobran realidad cuando se afichan en el espacio virtual de la red.

¿Por qué causó este asunto tal revuelo? Sin duda porque sacudió la mística del médico abnegado y agrietó la solemnidad de la tragedia. Sin duda porque el afán de validarnos ante el mundo sufrió un golpe contundente. Pero, a fin de cuentas, ¿no es esa mezcla explosiva de generosidad e irresponsabilidad un rasgo reconocible de la siempre contradictoria cultura nuestra?

La semana pasada partieron más doctores hacia Haití. Van siguiendo -quizás sin saberlo - las huellas de otro médico que buscó y obtuvo allí asilo político en el siglo diecinueve: el más antillano de los antillanos, Ramón Emeterio Betances. A su memoria entrañable los remito. A su ejemplo radiante los encomiendo.



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