Poderosas palabras Ana Lydia Vega, Escritora De niña, espiaba las conversaciones de los mayores para aprender palabras con las que luego trataba de impresionarlos. Así fue cómo me agencié el dudoso título de "espíritu viejo", concedido a quienes nacen sabiendo. Y así fue cómo descubrí, entre otros datos intrigantes de la extrañeza humana, las dos realidades simultáneas de mi patria: una designada "insular ", y otra que llevaba por apellido el enigmático adjetivo "f e d e ra l ". A esa edad, empezaba a captar las sutiles diferencias de tono que acompañaban toda referencia a esos mundos contrapuestos. Poco a poco, fui entendiendo que el primero era el lugar donde vivía: una isla pequeña y pobre, pero preciosa, según mis padres y maestros. El segundo era una esfera remota, etérea, habitada por seres desencarnados que, de buenas a primeras, zumbaban para abajo recompensas y castigos.
Más mágicos y deslumbrantes que la oferta del catálogo de Sears eran los regalos que derramaba la abundancia federal sobre la miseria insular. El día que falten esas ayuditas, nos morimos de hambre, cantaleteaban los adultos poniéndose muy serios. Tildadas de "mantengo" por unos cuantos "orgu - llosos", las mentadas ayuditas compensaban con creces por el simulacro de gobierno propio. Y quién sabe si hasta por el riesgo mortal de residir en medio de un arsenal de armas nucleares. Pequeños sacrificios por enormes beneficios, suspiraba la gran mayoría conforme. De cuando en cuando, sin embargo, caían castigos federales como huracanes sin previo aviso. De acuerdo a ciertas explicaciones cautelosas, eso ocurría cuando alguien cometía la imperdonable insensatez de morder la mano pródiga. Fue lo que les pasó, por ejemplo, a los nacionalistas -sentenciaba la moraleja popular- por parejeros y m a l a g ra d e c i d o s. A veces, no resultaba tan fácil distinguir las recompensas de los castigos. Mi vecino, don Felo, que había estado en la guerra defendiendo la democracia ajena, recibía puntualmente todos los meses un misterioso cheque, objeto de curiosidad y envidia en el barrio. La boca autorizada del cartero espepitó que se trataba de una pensión de "ve t e ra n o ". Yo ignoraba el significado del novedoso término, pero me imaginé que algo tenía que ver con la medalla de aquel estuche negro que don Felo me mandaba a abrir porque a él le faltaban las dos manos. Años más tarde, espoleada por una amiga, visité por primera vez el Tribunal Federal de San Juan. Sentada en un banco de aquella sala engalanada con la bandera de las franjas y las estrellas, asistí a un insólito espectáculo teatral. Un juez puertorriqueño se dirigía -en inglés- a los abogados puertorriqueños que discurseaban -en inglés- ante un jurado también puertorriqueño. El acusado puertorriqueño recurría a los servicios de un traductor puertorriqueño para que repitiera -en inglés- lo que ya todos ellos le habían escuchado contar en su español materno. Hilarante paso de comedia judicial, de no haber sido tan patético. Ya para entonces se habían aclarado en mi mente las dudas suscitadas por aquel adjetivo bipolar, retador de inocencias infantiles. Reverenciada por unos, execrada por otros, la palabra "fe d e ra l " me parecía ahora un eufemismo perverso para encubrir agravios, temores y vergüenzas. Con la misma energía que había invertido en comprender ese hecho sencillo y terrible, me lancé a d e s m o n t a r l o. Una federación, que yo sepa, se construye desde la igualdad. Un pueblo que no es libre de sus decisiones no es capaz de federarse con nadie. Y mucho menos con quienes han ejercido sobre él una tenaz y sorda dominación por ciento diez largos años. Aun consentida, aun festejada, la subordinación excluye toda posibilidad de gestión soberana. Los brutales sucesos de las pasadas semanas han hecho implotar las últimas ilusiones. Como si no hubiesen bastado el suplicio de Pedro Albizu Campos, los bombardeos de Vieques y el asesinato de Filiberto Ojeda Ríos -entre tantos crímenes impunes e ignorados- los "f e d e ra l e s " se han empeñado en recordarnos hasta la saciedad que aquí son ellos quienes proponen y disponen. El desprestigio autoinfligido del régimen "insular " ha puesto en evidencia su esencial falsedad. Las metáforas tramposas que maquillaron las fealdades del pasado se derriten a plena vista. Aromas de ruptura es lo que nos han traído los vientos y las marejadas de m a r z o.
No quedará más remedio que aprender de nuevo a hablar. Habrá que estrenar palabras frescas, claras, duras, resistentes, poderosas palabras capaces de fundar nuestra propia verdad. |