jueves, 5 de noviembre de 2009

Ana Lydia Vega: Marejada de los muertos




Perspectiva / 49
Martes 03 de Noviembre de 2009 / El Nuevo Día
 
Marejada de los muertos

ANA LYDIA V EGA
ESC R I TO RA


Contemplar el oleaje encrespado de noviembre es una gran terapia contra la melancolía. Motivos hay, no cabe duda, para andar de moco caído. Esta semana, por ejemplo, abrió con los muertos y cerrará con los despidos. El luto nostálgico que se le debe a los difuntos se suma al duelo solidario que merecen los despedidos.

Hay algo particularmente cruel en la fecha escogida para las cesantías. Ocurren nada menos que durante el mes inaugural de la tregua navideña. Mientras la promesa del año por nacer comienza a esponjar de alegría los corazones, miles de hombres y mujeres serán lanzados en masa al vacío. Del viernes en adelante, tendrán que arreglárselas para sobrevivir sin puesto, sin salario y, sobre todo, sin esperanza.

Se ha estrenado un nuevo crimen de cuello blanco: el laboricidio. Sus verdugos son expertos en reducción de plantillas. Sus víctimas son los trabajadores, esa especie en vías de extinción. La ironía es tan evidente que se vuelve vergonzosa. En una sociedad condenada al ocio forzoso del desempleo y al ocio subvencionado del mantengo, se comete el desatino de marginar precisamente a las fuerzas productivas del país. Para colmo de injurias, se pretende convertir a los empleados públicos en chivos expiatorios del inmoral sistema de revanchas y prebendas partidistas que ha sido una constante del fracaso gubernamental.

Pero el laboricidio no es el único crimen de poder ejecutado con impunidad. También abunda el delito ambiental, escandalosamente ilustrado por la reciente explosión en la refinería Gulf de Cataño. La catástrofe incendiaria ha puesto de relieve no sólo la extrema fragilidad de nuestros recursos naturales sino la inquietante ausencia de un plan para protegerlos de la codicia y la negligencia empresarial. Durante las últimas seis décadas, los funcionarios electos para velar por nuestros intereses han sido cómplices conscientes o inconscientes del monumental ecocidio perpetrado en Puerto Rico: la contaminación de aire, mar y tierra, el exterminio de flora y fauna y el deterioro general de la salud.

No es posible hablar de atentados contra la naturaleza sin mencionar el caso del Corredor Ecológico del Noreste. El área comprendida entre Luquillo y Fajardo, oficialmente designada reserva natural por la Junta de Planificación en 2008, es cuna ancestral del tinglar, esa espléndida tortuga que regresa siempre a desovar en la playa donde nació. El antiquísimo reptil marino tiene más dignidad y más sentido de patria que quienes revocaron la designación protectora de esa zona para entregarla al inversionismo salvaje que tanto ha desfigurado el paisaje costero.

Las comunidades, por su parte, padecen otro tipo de agresión ecocida. Pienso en los desposeídos del Caño, en los desalojados de Villas del Sol, en los expropiados de Santurce y Río Piedras. El disloque de la red vecinal ha sido señalado como una de las principales causas de la delincuencia. La integración al entorno vital es condición indispensable de la felicidad. Al quebrarse el vínculo íntimo entre la persona y su elemento, se fractura la memoria afectiva y se perturba el equilibrio emocional.

Con su obsesión desarrollista y su fobia anticomunitaria, parecería que las autoridades se han emperrado en agravar a cualquier precio el malestar ciudadano. Las propuestas mega-remuneradas que vomitan a capricho técnicos y asesores tienen efectos contraproducentes. La destrucción del ambiente ahuyenta al turista y enferma al habitante. Las cesantías aumentan el desempleo y aceleran la emigración. El desplazamiento de comunidades cría descontento y amenaza la ya debilitada cohesión social.

Entretanto, el narcotráfico, esa parodia burda y siniestra del elegante tumbe corporativo, sigue haciendo de las suyas. Cada día, a cualquier hora, estalla la violencia callejera. Cientos de jóvenes matan y mueren en una guerra civil absurda y vulgar. Cientos de padres y madres los lloran en la cárcel, el hospital o el cementerio. Cada día, a cada instante, alguien se forra los bolsillos con la tragedia de los demás.

Ya ven, la marejada de los muertos no ha logrado auparme mucho el ánimo.

Ojalá que su resaca poderosa arrastre bien lejos las desgracias. Ojalá que se haga sal y espuma la mala racha que algún espíritu torcido nos ha querido e n c a j a r.