sábado, 13 de marzo de 2010

Llegaron los gringos






Ana Lydia Vega

07-Marzo-2010 | Ana Lydia Vega

Escritora

 Llegaron los gringos

El miércoles pasado, di un caretazo en Isla Grande para que no me contaran. Iba con la doble intención de asistir a la vista auspiciada por el famoso "Task Force" presidencial y, de paso, inspeccionar las megainstalaciones de nuestro fastuoso Centro de Convenciones.

Esperaba encontrar afuera un mar de militantes estadistas. Me asombró toparme sólo con un raquítico puñado de manifestantes armados de pancartas y "pecosas". Ya nadie se moviliza para nada, concluí con un dejo de melancolía. Dediqué un minuto de silencio a doña Myriam Ramírez y sus gestas grueras del ayer. Y un suspiro prolongado a la memoria del inefable Pedro Rosselló. ¡Ah, los buenos tiempos del "don't push it" y el Plan Tenesí! Jamás creí que los echaría de menos.

Con el boleto amarillo en la mano, abordé la escalera eléctrica que me subió hasta el "ballroom". Austero y sombrío, más parecía la sede de un politburó comunista de la Guerra Fría que un salón de baile. En lugar de la mesa redonda anunciada, había tres mesas dispuestas en forma semi-rectangular a millas del público presente. Dos pantallas gigantes retrataban inmisericordemente las caras sudorosas de los deponentes.

De entrada, los dirigentes del Grupo interagencial alabaron el alto grado de participación democrática exhibido por los puertorriqueños, afirmación que desmintió con elocuencia la cantidad de sillas vacías. Y, para no variar, calificaron la ocasión de "histórica".

La palabrita me supo a purgante, harta como estoy de oírla aplicar a cuanta necedad ocurre en el País. Suerte que me distraje observando a un señor que, junto al escenario, traducía los mensajes en lenguaje de señas. El contraste entre la energía de sus gestos y la sosera de los oradores resultaba a la vez desconcertante y divertido.

Y arrancó el karaoke. Cada uno de los participantes contaba con sus cinco minutos de gloria. Tremendo intercambio: ¡cinco minutos por ciento doce años! Hay que admirar el sentido de justicia y proporción de nuestros conciudadanos del Norte. A falta de chicharra reguladora, alguien mostraba a cada rato un papel con el tiempo restante, lo que inyectaba un cierto suspenso al aburrimiento.

Mientras se ventilaban, a través de micrófonos defectuosos, las querellas y lamentaciones de nuestras vicisitudes centenarias, de repente resonaron en mi mente ecos de otras épocas y otras audiencias. Y me dije que nacer en un país de estatus resuelto debe ser una grandísima bendición.

La de ansiedades que se ahorrarán quienes no tienen que vivir bajo el chantaje perpetuo de la dependencia. La de discursos retóricos y debates estériles que se zapatearán. Sin la excusa del estatus, las claques gobernantes tendrían que resignarse a trabajar para justificar sus privilegios descomunales. Y quién sabe si hasta llegarían a albergar, entre los pliegues vacantes de sus cerebros, alguna preocupación que no sea el patético joseo de contratos o la súplica desesperada de subvenciones.

Dos ponencias refrescantes interrumpieron mis pensamientos tétricos. La profesora María Enchautegui ilustró los disparates del colonialismo paternalista denunciando la aplicación ciega de políticas diseñadas para países ricos a sociedades pobres como la nuestra. Camilla Feibelman, coordinadora del Sierra Club, describió magistralmente la catástrofe ecológica de la Isla y esbozó, a partir del desarrollo de una economía verde sustentable, un proyecto convincente de reconstrucción nacional.

Los delegados de los partidos mayoritarios no sorprendieron a nadie con su fervoroso reclamo de paridad en la distribución de fondos federales. El estadista, por supuesto, lo fundamentó en el déficit de derechos civiles que, según su catecismo asimilista, sólo resuelve la integración a la metrópoli. Y el estadolibrista, fiel a la tradición paralizante del muñocismo puro y duro, insistió en separar el problema económico de la discusión de estatus.

Quien se la almorzó seriamente fue el delegado independentista. En español y con empuje dramático, el licenciado Manuel Rodríguez Orellana les espepitó la verdad monda y lironda a los emisarios de Obama. Directo y contundente, expresó lo que es casi una posición de consenso: que estamos hasta la coronilla de estudios y comisiones; que ya basta de cotorreo entre nosotros; que ahora le toca declarar al testigo mudo.

Como ven, las vistas que organizan los americanos para entretenernos tienen alguno que otro momento emocionante. Me abstuve, sin embargo, de tirarme el silletazo de la tarde. Demasiado estatus para un solo día.

Llegaron los gringos. Y se fueron. Sabrá Dios lo que entendieron. Ojalá hayan captado, por lo menos, el amargo descontento que dejó el simulacro de su atención.


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