martes, 3 de junio de 2008

Primavera romana


Por: Manuel Rodríguez Orellana
Secretario de Asuntos con Norteamérica
Partido Independentista Puertorriqueño
Publicado en El Nuevo Día, 3 de junio de 2008

A principios de mayo pasado, fui invitado por Mary Ann Glendon, embajadora de Estados Unidos ante la Santa Sede, a unas actividades de delegaciones diplomáticas ante el Estado Vaticano. Durante un par de gloriosos días de primavera en Roma pude saludar personalmente al papa Benedicto XVI y compartir con notables diplomáticos, eclesiásticos y laicos de Estados Unidos, América Latina y Europa, incluyendo al sempiterno ex presidente de la República Italiana, Giulio Andreotti, un hombre, dicen, "que más que ningún otro sabe cómo funciona el mundo".

Una de las actividades fue en la exquisita Basílica de Santa María Mayor, donde su arzobispo, el cardenal Bernard Law, afable estadounidense nacido en México, fue anfitrión protocolar del Papa. Esta Basílica es, a cualquier hora, una obra de arte que son muchas. La visité de joven; pero esta vez quedó aún más impactada en mi memoria. El coro convocaba y sus centenarias campanas tocaban al Ángelus el mismo día en que "el Santo Rosario", presidido allí por el Papa, se estaría rezando simultáneamente en todo el mundo.

La otra actividad principal fue sobre "la América Latina y el proyecto internacional de derechos humanos: ayer, hoy y mañana". Convocado por la embajada estadounidense y coauspiciado por las embajadas de Chile y Costa Rica, el foro de un día entero trató la historia de la aportación latinoamericana a la Declaración Universal de Derechos Humanos, promulgada por la ONU hace 60 años.

En el foro en la Pontificia Universidad Regina Apostolorum de Roma, disertaron eminentes juristas, diplomáticos, empresarios e intelectuales de Brasil, Chile, Costa Rica, Estados Unidos y Panamá, entre otros.

La historia impresionante del desarrollo de los derechos humanos en el hemisferio estuvo a cargo del doctor Paolo Carozza, un brillante joven latinoamericano, presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y catedrático visitante en la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard y de la propia embajadora Glendon, en licencia de su cátedra de Derecho en Harvard.

También tuvieron destacadas participaciones Pablo Cabrera Gaete, embajador de Chile, y el secretario de Estado Auxiliar de Estados Unidos para Asuntos del Hemisferio Occidental, Thomas A. Shannon, quien teorizó sobre el legado de la Declaración Universal y planteó interesantes posibilidades del diálogo sobre derechos humanos. Acordamos profundizar en un futuro cercano, probablemente en Wáshington.

El embajador chileno destacó que la Declaración Universal y el desarrollo del derecho internacional lograron que las elites gobernantes de América Latina se adaptaran paulatinamente a principios democráticos en el marco de derechos y responsabilidades individuales y colectivas, dando paso a una nueva diplomacia. Esta nueva diplomacia a su vez aportó durante los últimos 30 años a la doctrina social católica que ha modificado sensiblemente las alianzas tácitas de las viejas jerarquías institucionales retardatarias del desarrollo político, social y económico.

La clausura del foro estuvo a cargo de la embajadora Glendon, quien anunció la necesidad de colacionar el derecho de la libre determinación de los pueblos en toda discusión de derechos humanos.

La observación de la embajadora estadounidense, entrañable amiga que conoce bien el caso de Puerto Rico, me tocó de cerca, algo que ella, sin duda, sabría.

A la hora del Ángelus medité con tristeza sobre mi país, una campana rota en el campanario de los derechos humanos de la América Latina. La subordinación colonial que padecemos como nación latinoamericana y caribeña es discordancia en el concierto de los países de nuestra América, una impúdica violación de Estados Unidos al derecho inalienable de autodeterminación e independencia de los pueblos que los principales tratados internacionales han incorporado.

Sin embargo, de la experiencia de esos días luminosos de mayo en Roma emana, con sobrecogedor destello, la esperanza de cada vez mayores dones de libertad inderogable para nuestros pueblos.

Y que no estamos solos.