Ver para creer
Ana Lydia Vega, escritora
El próximo lunes amanecerán nuestros jeques tribales en Los Niuyores. El peregrinaje anual a la sede de la Organización de las Naciones Unidas tiene el tenaz propósito de machacar lo consabido: que, a la altura del siglo veintiuno, seguimos siempre en las mismas. Esta vez se ha apuntado hasta el gato, es decir, hasta el Gobernador. Ojalá que no sea para estrenar otra metáfora de camuflaje con la cual reciclar el viejo fraude e st a d o l i b r i st a .
En realidad, tal vez sería más conveniente invitar a esos señores del Comité de Descolonización a personarse en el lugar de los hechos. Si, por ejemplo, hubiesen podido, presenciar en vivo el simulacro electoral de las primarias americuchis en Puerto Rico, estoy segura de que hubieran reclamado a gritos una sesión ad hoc de la Asamblea General para resolver, en par de horas, nuestro dilema ancestral.
Eso sí, la inmersión en el revulú isleño presenta serios riesgos. ¿Quién, en su sano juicio, podría entender el que los puertorriqueños, ya hundidos en la prángana, quisieran derrochar cuantiosos fondos públicos en una votación totalmente simbólica? Tan simbólica como el puesto de Comisionado Residente, triste fantasma de la ópera congresista. Y todo para cebarle el ego a unos candidatos enfocados en sus propios intereses e impermeables a los problemas de este país. Sin contar los billetes que se han llevado en las maletas a cambio de "photo opportunities" y eslogans en español matao...
Sin duda, los miembros del Comité hubieran necesitado un curso de capacitación intensiva antes de tirarse de pecho en la vorágine de confusión que rodeó la pantomima primarista. Ni su propia experiencia colonial los hubiera preparado para el picadillo ideológico del patio: penepés y populares juntos y revueltos; candidatos prometiendo lo mismo y lo contrario a ambos bandos; independentistas afiliándose al Partido Demócrata; y, de carambola, marchas de protesta.
Patitiesos hubieran quedado los distinguidos huéspedes de la ONU ante el nivel de complicidad exhibido por los líderes criollos que con tanto brío -y tanta agenda- dirigieron el susodicho operativo. Entre ellos, algunos que andan por ahí atragantados con la palabra s o b e ra n í a .
Y otros que, perfectamente conscientes de la inconsecuencia del evento, fotuteaban a los cuatro vientos su alegada trascendencia "h i st ó r i c a ". Ese grandilocuente adjetivo, gastado por exceso de uso, sirvió de anzuelo para atrapar i n c a u t o s.
Pero ni tanto. Tampoco se les hubiera escapado a los Descolonizados el bajísimo nivel de participación ciudadana en la magna efemérides. Al ver las playas llenas y los colegios vacíos, hubieran elaborado sesudas interpretaciones para explicarse el fenómeno. En el mejor de los casos, la mega-abstención les habría parecido una singularísima expresión de la centenaria resistencia del noble pueblo puertorriqueño. Y en el peor, un testimonio de insuperable gansería.
La gente que no sacrificó el domingo para ir a rajar papeleta podría haber sentenciado campechanamente. Así es la vida en el trópico; a los gringos, se les chupa el mantengo y se les tira cañona.
De seguro, algunas escenas pintorescas de la campaña importada hubieran provocado ataques de risa nerviosa entre los circunspectos observadores visitantes. ¿Recuerdos de antiguos idilios vividos con sus respectivos ex imperios? ¿Súbita revelación del ridículo ajeno? Imágenes inolvidables, de todos modos. Examínense los siguientes exhibits: el arroz con longaniza con que los vecinos del residencial Llorens Torres homenajearon al cardíaco Bill Clinton; el aguacero que enchumbó hasta el tuétano a la infanta Chelsea; los colorinches de la camisa hawaiana de Terry MacAuliffe; el sancochamiento climático de los agentes secretos; la visita de médico de doña Michelle; la salsa mal bailada de Obama; y, sobre todo, el tremendo bembé puertorro que se formó detrás de la recatada Hillary mientras ella batallaba, frente a las cámaras de CNN, con la endiablada pronunciación de su "¡tei quierou Puertou Ricou"! Como fin de fiesta, lo ideal hubiera sido que nuestros dilectos convidados asistieran a un juego de baloncesto entre la colonia y la metrópoli. O, en su defecto, que experimentaran las dramáticas transformaciones ideológicas propiciadas por los tragos en la placita de Santurce un viernes social.
El único peligro es que, al escuchar las tandas corridas de vivas a Puerto Rico libre brotarle del galillo al boricua más renegado, concluyeran que lo nuestro, definitivamente, no tiene remisión.
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