Introducción a la boricuitis
Escritora
Publicado por El Nuevo Día
2 de junio de 2009
Una vez participé en un foro literario celebrado en La Habana. Cuando me tocó mi turno, saqué una pequeña monoestrellada de emergencia que tenía en la cartera y anuncié en son de broma: "Heme aquí, tratando de poner en alto el nombre de Puerto Rico".
El gesto desató risas y aplausos. Dado el parecido, pensé que la audiencia habría confundido la bandera nuestra con la suya. Uno de los organizadores me aclaró la reacción. Se identificaron, dijo. Acá también ponemos en alto.
Ni el protagonismo legendario de la Antilla Mayor ha salvado a sus hijos de la fiebre reivindicativa. Todo lo contrario: la exclusión que han padecido los espolea a sobresalir en el teatro global. Por razones distintas, algo similar sucede con los cubanos emigrados, siempre dispuestos a exaltar las glorias de la cubanía.
Lo de Puerto Rico tampoco sorprende. La subordinación política alimenta complejos y prejuicios. Por algo hay que explicarle las complejidades de este simulacro de gobierno a cuanto extranjero asoma el hocico. No sin antes dejarle claro que ninguna jugarreta del destino es capaz de impedir la explosión de nuestra impostergable fabulosidad.
Parece que el ombliguismo es consecuencia obligada de la condición insular. Rasgos y carencias comunes hermanan a las islas y motivan esa justificación permanente de su valía. La configuración geográfica las hace naciones naturales. Y las circunstancias históricas las vuelven focos de resistencia espontánea.
Habitualmente discreto, el patriotismo visceral de los puertorriqueños se dispara en competencias internacionales. Con la autoestima en suspenso, hasta el más indiferente anda pendiente al resultado. Las victorias se festejan como logros personales. Los fracasos se lloran como tragedias familiares.
A falta de embajadas, sobran los embajadores. El éxito alcanzado por artistas del patio en cualquier escenario del planeta mitiga un tanto el hambre de heroísmo colectivo. Igual ocurre con el deporte. Los partidos de pelota o baloncesto -especialmente contra un equipo americano- reviven el combate bíblico entre David y Goliat.
Ignorados en latitudes menos falocéntricas, los concursos de belleza ofrecen otra oportunidad para la ostentación de los colores patrios. Desde la consagración local de la aspirante hasta la noche del enfrentamiento mundial, cada etapa es seguida con devoción fanática. Si la miss puertorriqueña no figura entre las finalistas, la sospecha de manejos turbios por parte del jurado cucará la ira general.
En estos días, un nuevo reto épico despunta en el horizonte: el certamen para seleccionar "Las siete maravillas de la naturaleza". Según fuentes oficiales, El Yunque ha pasado a la segunda fase de las eliminatorias. Un panel de expertos lo escogió entre 1,600 competidores. Olvídense de que la selva del Amazonas se cuente entre los favoritos. La consigna es esmandarse a votar por Internet para impulsar la apoteosis de nuestro humilde bosque.
Que conste: no es que estemos cortos de estrellato. Baste recordar la reciente nominación de la jueza boricua al Tribunal Supremo gringo o la excursión sideral del astronauta criollo al ritmo de los panderos de plena.
Nota al calce: si se hubiese animado a plantar la bandera en algún asteroide fugitivo o se hubiera llevado un coquí atacuñado en la mochila, Joseph Acabá sería el candidato único a la gobernación en 2012.
La obsesión de la puesta en alto tiene sus beneficios y sus desventajas. Conmueve cuando confluye hacia lo solidario. Irrita cuando deriva hacia lo mezquino. Lo bueno es que rebasa los tribalismos partidistas, actúa como ritual aglutinador y sirve de desahogo simbólico. Lo malo es que se queda ahí. Lejos de reflejar una voluntad transformadora, sólo provee un mecanismo compensatorio.
Ni el empuje anexionista ha logrado contener la boricuitis galopante. Es más, lo que ha hecho es intensificarla. Por absurdos o exagerados que luzcan sus aspavientos, resulta difícil sustraerse a su contagio. No existe cura ni vacuna en perspectiva. Es sexualmente transmisible. Se hereda de generación en generación como un terco gen autodefensivo.
Hasta aquí el intento de objetividad. Llegó el momento de la confesión redentora. Habitantes del archipiélago borinqueño: yo también me emociono con cada bótate nuestro. Y es que hay algo entrañable en la pasión vital de este pueblo. Frente a cualquier adversidad pasada o presente, sigue empeñado en proclamar a los cuatro vientos su presencia esencial en el universo.
Ahora, con su permiso, me reclama el deber. Tengo que ir a votar por El Yunque.